Del colegio a la Universidad.
Al comienzo fue difícil para ellos entender el silencioso mundo
en el que vivían. Daniel recuerda que a los 9 años empezó
a sentirse extraño. “Veía que la gente hablaba y
que era algo bueno, empecé a sentir muchas angustias, pero después
aprendí que era algo especial”.
Vladimir no olvida que de niño jugaba con sus amigos al ‘teléfono
roto’ y cuando le tocaba el turno y le hablaban al oído
no entendía nada, pero le emitía al niño que seguía
los ruidos que podía hacer.
Sus infancias transcurrieron en institutos para niños sordos,
en donde les enseñaron a comunicarse con las manos, y en colegios
para jóvenes oyentes, en donde vieron sociales, matemáticas,
ciencias...
“Me agotaba estudiar todo el día”, dice Vladimir.
Muchos profesores no entendían las señas y se la pasaron
centenares de horas perdidos en salones. Solo los ponían a leer
textos y luego les hacían exámenes escritos.
“Cuando me pasaban al tablero me ponía nervioso y rojo.
Mis compañeros no entendían y se burlaban de mí”,
recuerda Vladimir.
Tras pasar por varios colegios de la ciudad, las vidas de estos dos
jóvenes se cruzaron en el colegio Jorge Eliécer Gaitán,
en el occidente de Bogotá, donde se comenzó a implementar
un programa para vincular a niños sordos con los que podían
oír.
Vladimir entró allí a hacer noveno grado y Daniel llegó,
al año siguiente, a décimo. Tenían siete intérpretes
que se rotaban las materias y les exigían como a todos.
En el colegio los compañeros los aceptaron y comenzaron a interesarse
por la lengua de señas. “Yo tuve una novia que me enseñaba
español y yo le explicaba las señas”, dice Daniel.
Pese a sus avances no se contentaron con ser bachilleres. Vladimir
y Daniel decidieron después de graduarse estudiar Ingeniería
de Sistemas en El Bosque, con un intérprete que pagaban entre
los dos, pero solo hicieron un semestre porque se dieron cuenta de que
las matemáticas no eran para ellos.
Entonces se reunieron con otros amigos sordos del colegio para buscar
realizar el sueño que tenían en esos tiempos de estudiar
televisión. Fue así como se conformó el grupo de
Daniel, Vladimir, Julián Salinas y César Calvo, otro joven
que, además, tenía problemas de motricidad y había
estado en una institución para niños con retardo mental.
Los jóvenes, acompañados con un intérprete, hablaron
con Guillermo Olarte, director de Producción de Televisión
en Inpahu, y le contaron su idea.
Olarte los aceptó y comenzaron las clases de noche, en la sede
de Teusaquillo. Sus padres les pagaban los semestres y ellos tenían
que trabajar, enseñándoles su lengua de día a niños
sordos, para conseguir el dinero del intérprete, al que luego
de pedirle rebaja, le pagaban 400 mil pesos.
Al comienzo les tocó ir con calma. “Cinco minutos antes
de empezar la clase íbamos en grupo y le explicábamos
al profesor que iba a estar al lado el intérprete y que entendiera
que no íbamos a estar observándolo a él, pero que
le estábamos prestando atención”, comenta Daniel.
Algunos se incomodaron al principio, pero después todos se acogieron
a la idea, sin embargo, a veces a algunos se les olvidaba y se pasaban
por en medio del intérprete y ellos no podían ver lo que
les decían y quedaban perdidos.
Así, con el intérprete haciéndoles señas
desde una esquina del salón, comenzaron a meterse en el mundo
de la televisión.
Estudiar para ellos era más complicado. Les costaba trabajo
mirar al intérprete y escribir al tiempo. En los exámenes,
algunos profesores los separaban por temor a que se hicieran señas.
Durante las clases tuvieron que construir un vocabulario técnico,
para las palabras que no existían en su lengua.
No querían perderse de nada, ni las malas palabras. “Tuvimos
una intérprete que era Testigo de Jehová y por su religión
no nos traducía las groserías que decía el profesor,
nos sentimos irrespetados y le dijimos que no volviera”, comenta
Daniel.
Regaños con señas
En otras ocasiones, el intérprete no podía ir a clase
y los cuatro tenían que irse aburridos a la casa. En el amor
era en lo único en lo que no necesitaban traductor, pues con
las compañeras hablaban con papelitos.
Para el cuarto semestre, a mitad de la carrera, Julián logró
con una carta que la Universidad les pagara el intérprete. Entonces,
apareció en sus vidas Francy Gordillo, que los acompañó
hasta el final de sus estudios.
“Si los profesores los regañaban, me tocaba regañarlos
con las manos. Y si ellos se molestaban con el profesor, me tocaba hablarle
duro a él –recuerda Francy–. A veces los profesores
me decían que no les tradujera ciertas cosas, pero yo les decía
que ellos tenían derecho a estar enterados de todo”.
No podían perder materias, pues si uno se retrasaba todo se
complicaba, ya que solo tenían a una intérprete.
Casi siempre trabajaban en grupo. “Aprendimos a corregirnos y
a criticarnos. Le ayudábamos a César, que no podía
escribir muy bien. También, peleábamos durísimo
y nos dejábamos un tiempo de hablar. Pero siempre fuimos muy
buenos amigos”, cuenta Vladimir.
Estudiaban tanto juntos que los cuatro perdieron Investigación.
“No entendíamos mucho”, dicen.
Pese a sus limitaciones auditivas, llevaron una vida universitaria
como la de los demás estudiantes. Tenían novias;los viernes,
se iban a tomar cerveza y a bailar , a veces acompañados por
Francy.
En busca de empleo
En el último semestre, los jóvenes querían hacer
algo desde su profesión para ayudar a su comunidad, calculada
en dos millones en el país, pues no se sienten representados
en la televisión, ya que solo Citytv tiene un intérprete
en algunos de sus programas.
“Sabemos que a muchas personas les molesta cuando aparece en
el televisor alguien haciendo señas, pero nosotros lo necesitamos
–comenta Vladimir–. El presidente Pastrana tenía
uno para sus discursos, pero Uribe lo quitó. Eso quiere decir
que no nos tiene en cuenta”.
Entonces, los muchachos se dedicaron a realizar un noticiero al revés.
Hecho por sordos, para oyentes. Daniel lo presentaba con señas,
mientras sus otros compañeros hacían notas en la calle
y Francy lo traducía al lenguaje oral.
“Incluimos una nueva sección, con noticias de la comunidad
sorda”, comenta Daniel.
Gracias a este proyecto, el pasado 28 de julio se graduaron. Ese día,
Vladimir, vestido de toga y birrete, habló con sus manos y les
agradeció el apoyo a sus familiares y compañeros, en medio
de las lágrimas. Francy, que también aprendió mucho
de televisión, estaba con ellos.
Ese fue su triunfo contra una sociedad que a veces no los escucha.
“Cuando era niño veía que los sordos solo estudiaban
hasta quinto de primaria y hacían cursos de ebanistería
–recuerda Vladimir–. Pensaba que mi vida iba a terminar
en una fábrica haciendo artesanías. Ya nos graduamos y
ahora tenemos que demostrar que podemos trabajar como todos”.
Daniel trabaja en una empresa de su hermano contando en videos cuentos
para niños sordos, mientras Vladimir, Julián y César
no han conseguido trabajo en su profesión.
“No sé si nos llamen de un canal de televisión,
pero nosotros nos sentimos capacitados para trabajar si nos explican
muy bien qué debemos hacer”, dice Daniel, mientras hace
una seña para indicar, entre risas, que trabajarían así
sea enrollando cables. “Queremos ser un ejemplo para que los niños
sordos vean que se puede llegar lejos”.